Mariano
José de Larra nació en Madrid en 1809, pero pasó en Francia sus primeros años.
Aunque escribió teatro y una novela histórica, es en el periodismo donde
sobresale especialmente. El tramo último de su vida resultó muy agitado:
problemas políticos y sociales lo sumieron en una profunda depresión que concluyó con su suicidio en 1837.
Entre
sus muchos artículos, que publicaba bajo seudónimos como “Fígaro”, destacan
los de costumbres, en los que censuraba comportamientos, costumbres y defectos de la sociedad española: la holgazanería (“Vuelva usted mañana”), la hipocresía (“El mundo es
todo máscaras”), los malos modos en la mesa (“El castellano viejo”), la
brutalidad y la indolencia (“El reo de muerte”), las bodas entre jóvenes demasiado precipitadas ("El casarse pronto y mal")…
Algunas
de las características de los artículos son:
- Es frecuente que adopten cierta forma narrativa y que el propio autor o algún pariente sean los protagonistas.
- La crítica se hace en ocasiones desde la perspectiva de un personaje extranjero (un francés, con frecuencia).
- Utiliza un lenguaje claro y directo, en el que son constantes la ironía y el sarcasmo.
- Tenían la finalidad de convencer y gustar al lector de la prensa, y también de reformar la sociedad española.
- En los que escribió en los últimos años hay un marcado pesimismo, que a veces hace presagiar ya su trágico final.
El casarse pronto y mal
Crítica a los jóvenes
que se empeñan en casarse porque se creen enamoradísimos sin tener ninguna
preparación, ni oficio ni beneficio, y de lo poco que les dura el amor cuando
se les acaba el dinero.
Por fin amaneció el día feliz;
otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con
el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la
que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del
amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a
Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía
más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable
buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar
dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no
poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la
noche. Pasemos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición.
Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la
infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren;
pero en casa donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones
se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio
ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un
resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden
unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha
sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a
la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se
sigue, en fin, el odio.
El castellano viejo
Crítica humorística de la mala educación de los “castellanos viejos”, es
decir, los zafios y brutos aldeanos que se quieren hacer pasar por finos y
distinguidos.
¿Hay nada más ridículo
que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa
ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a
comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por que habrá
gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?
A todo
esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato
de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver
claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución
de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los
de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de
trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo,
que esto nunca se supo; fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los
ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las
coyunturas. -Este capón no tiene coyunturas, -exclamaba el infeliz sudando y
forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una
de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y
el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus
tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un
palo de un gallinero.
El susto
fue general y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado
por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase
rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al
precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que
tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante
caño de Valdepenas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la
algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la
mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, una eminencia se levanta sobre
el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato
de su salsa; al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia
maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas
huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la
criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al
volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una
salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene
al suelo con el más horroroso estruendo y confusión.
Vuelva usted mañana
Sátira de la burocracia y de la pereza del funcionariado español,
que impide hacer cualquier trámite sin caer en la desesperación.
Amaneció el día siguiente, y salimos
entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de
amigo en amigo y de conocido en conocido; encontrámosle por fin, y el buen
señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que
necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo
definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días.
Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos.
-Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el
señor no se ha levantado todavía.
-Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.
-Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
-Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
-Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
-¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y Vuelva usted mañana --nos dijo-, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio.
A los quince días ya estuvo; pero mi
amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz
y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo,
desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.
Es claro que faltando este principio
no tuvieron lugar las reclamaciones.
Para las proposiciones que acerca de
varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso
buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el
traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que
necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo,
nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después
otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente
que sepa escribir no le hay en este país. […]
Sus conocidos y amigos no le
asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus
esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!
-¿Qué os parece de esta tierra,
monsieur Sans-délai? --le dije al llegar a estas pruebas.
-Me parece que son hombres singulares...
-Me parece que son hombres singulares...
-Pues así son todos. No comerán por
no llevar la comida a la boca.
El Día de difuntos de 1836
Crítica de la falta de libertad en el Madrid de su tiempo: ¿morir es la
única forma de ser realmente libre? (recordemos que Larra se suicidaría en
febrero de 1837)
Dirigíanse
las gentes por las calles en gran número y larga procesión, serpenteando de
unas en otras como largas culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al
cementerio! ¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos
claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo
espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de
Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el
nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón
la urna cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces,
y en tanto que los que creen vivir acudían a la mansión que presumen de los
muertos, yo comencé a pasear con toda la devoción y recogimiento de que soy
capaz las calles del grande osario.
-¡Necios!-
decía a los transeúntes-. ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por
ventura. ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos,
insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio
epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros
sois los muertos? Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad,
la única posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados, ni movilizados; ellos
no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no gimen bajo la jurisdicción del
celador del cuartel; ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta,
porque ellos hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado se
atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley,
la imperiosa ley de la
Naturaleza que allí los puso, y ésa la obedecen.
Crítica de la pena de muerte, de cómo se hacía de las ejecuciones un morboso espectáculo, de la presencia de armas en la sociedad y de lo absurdo o desproporcionado que podía ser aplicar “La ley del Talión”.
Reo de muerte
Crítica de la pena de muerte, de cómo se hacía de las ejecuciones un morboso espectáculo, de la presencia de armas en la sociedad y de lo absurdo o desproporcionado que podía ser aplicar “La ley del Talión”.
Llegada la hora fatal,
entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y
sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que contrasta
singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, que
momentos antes componían, juntamente con las preces de la religión, el ruido de
los patios y calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la
oirá cantar mañana. Enseguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y
Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es
trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más
útil y paciente es el más despreciado; y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero
obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y balcones están coronados de
espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan y se agrupan para devorar con la
vista el último dolor del hombre.
- ¿Qué espera esa
multitud? - diría un extranjero que desconociese las costumbres -¿Es un rey el
que va a pasar, ese ser coronado que es todo un espectáculo para el pueblo? ¿Es
un día solemne? ¿Es una pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos?
¿Qué curiosea esta nación?
Nada de eso. Ese pueblo
de hombres va a ver morir a un hombre.
-¿Dónde va?
-¿Quién es?
-¡Pobrecillo!
-¡Ay, si va muerto ya!
-¿Va sereno?
-¡Qué entero va!
He aquí las preguntas y
expresiones que se oyen resonar en derredor. Numerosos piquetes de infantería y
caballería esperan en torno del patíbulo. ¡Siempre bayonetas en todas partes!
¿Cuándo veremos una sociedad sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumentos
de muerte! Esto no hace, por cierto, el elogio de una sociedad ni del hombre.
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta
que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir
garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime
que el hombre no impregne de ridiculeces.
Mientras estas
reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo. Las
cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me ponen delante que ha
llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la
sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno; si
había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él. Un
mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré
el reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún... De allí a un momento,
una lúgubre campanada de San Millán, semejante al estruendo de las puertas de
la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela. El hombre no existía ya;
todavía no eran las doce y once minutos. “La sociedad, exclamé, estará ya
satisfecha: ya ha muerto un hombre". "
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